martes, 19 de febrero de 2013

El comportamiento según lo entendemos

        En todas las disciplinas científicas es frecuente que los conceptos sean revisados conforme se avanza en su conocimiento. Esto, lejos de poder interpretarse como un defecto de la ciencia, es un indicador de su carácter dinámico en aras de la mejora. Veámoslo de este modo. Cuando se emite una teoría científica, ningún investigador diría (o no debería decir) que esa explicación es verdadera ni definitiva. De hecho, si somos estrictos con la epistemología de Popper, ni siquiera deberíamos decir que la teoría es «ampliamente aceptada», como sí oímos; deberíamos decir que se ha concluido esa explicación como válida en base a los datos que se conocen. Siempre debe quedar abierta la posibilidad de que nuevos datos requieran de una teoría mejor.


       Esta aclaración está relacionada con el Principio de Parsimonia, en el que nos adentraremos hacia el final, el cual tiene que ver con una cuestión de humildad explicativa, ya que a lo largo de la historia, ha habido teorías 'aceptadas' que, con los avances de la investigación, han sido reformuladas y sustituidas. Es el caso, por ejemplo, de la mecánica aristotélica, que durante la revolución científica del siglo XVII fue sustituida por la Ley de la Gravitación de Newton, que a su vez, en el siglo XX fue matizada por la teoría de la relatividad de Einstein, y actualmente está siendo revisada por la física cuántica. En el campo de la biología, el ejemplo más claro, siendo además la única teoría aglutinante de todas las ciencias de la vida, es la evolución. El entendimiento del origen de las especies fue cambiando desde un fijismo imperante hasta el siglo XIX (si bien por razones más religiosas que científicas) hacia un transformismo lamarckiano (que retomaba ideas de Aristóteles), y hasta un adaptacionismo darwiniano que en la actualidad es revisado día a día por la llamada Teoría Sintética de la Evolución. Pues bien, si admitimos que esto ocurre con las teorías científicas, no deberíamos sorprendernos de que los significados de los términos, incluidos los tecnicismos, también evolucionen. Más aun si consideramos tres factores del lenguaje.

       En primer lugar, la lingüística establece que existen diferencias entre el lenguaje culto y el coloquial, pero especifica que no existe un lenguaje científico sensu stricto, sino una 'terminología científica'. En otras palabras, la ciencia es comunicada usando el lenguaje que ya existe, originado para satisfacer las necesidades de los humanos; pero cuando se trata de poner nombre a cuestiones específicas, este lenguaje es insuficiente, por lo que hay que idear nuevos términos que definan aquello que se está estudiando. Por ejemplo, en el estudio del comportamiento se han acuñado palabras, como 'socialidad' que, si bien en español no está aceptada por las Academias de la Lengua, que recomiendan el uso de 'sociabilidad', en el ámbito científico sí se utiliza; y de hecho, en inglés, a pesar de que sean palabras de raíz latina, sí existe una distinción clara entre sociality y sociability.

       En segundo lugar, pueden existir términos que inicialmente resulten satisfactorios en el seno de una disciplina científica joven, pero que se van quedando obsoletos durante la maduración de la misma. Este es el caso de la palabra 'comportamiento', objeto de estudio de la etología y sobre la que volveremos en breve.

       En tercer lugar, entraría en juego la hipótesis de Sapir-Whorf enmarcada en el determinismo lingüístico, según la cual, las estructuras gramaticales usadas por el individuo influyen en la forma en que este entiende el contexto. A pesar de que esta hipótesis es muy discutida, se apoya en evidencias empíricas, como los estudios hechos con el zuñi, una lengua indígena de Nuevo México. Su vocabulario no codifica la diferencia entre 'amarillo' y 'naranja'; y en un estudio se comprobó que los indígenas monolingües zuñi experimentaban más dificultad para distinguir entre esos dos colores que los indígenas monolingües angloparlantes y que los indígenas bilingües inlés/zuñi.

       Los académicos Daniel Levitis, William Lidicker Jr. y Glenn Freund, de la Universidad de California en Berkeley, se dieron cuenta de estas 'deficiencias' del lenguaje cuando se aplica a un caso concreto de la ciencia: el uso del término 'comportamiento' en inglés, 'behaviour'. Nos encontramos en la tesitura de 'cubrirnos las espaldas', como entenderían los sociólogos de la ciencia, al aclarar por qué esto es una deficiencia del lenguaje y no de la ciencia; para ello hay que introducir el concepto de consistencia interna. Se entiende que la ciencia debe ser estricta en sus definiciones, de forma que un único término sea usado con el mismo significado por todos los especialistas. Sin embargo, todo idioma (y me tomo la licencia de usar la palabra 'todo' sin conocer todos los idiomas del mundo) contiene sinónimos y palabras polisémicas; puesto que esto choca frontalmente con el concepto de consistencia interna, hay que redefinir y acotar significados en el contexto científico. Precisamente por ello, los investigadores californianos (al menos californianos desde un punto de vista profesional, que ya que somos estrictos) preguntaron a otros científicos qué es el comportamiento. No fue una pregunta abierta, pues de ese modo las respuestas habrían sido inmanejables por un paquete estadístico, sino que buscaron la respuesta usando un método indirecto: a través de una encuesta de conformidad, pidieron a otros investigadores que evaluasen diferentes definiciones de 'comportamiento' y una lista de ejemplos, ambos campos extraídos de la bibliografía disponible en revistas del ámbito de la biología del comportamiento; asimismo, clasificaron a los encuestados en distintas categorías según su grado de especialización en la materia.

       El hecho de pedir evaluar, por un lado, definiciones del término y, por otro lado, ejemplos, permitió a los autores de la investigación no solo las definiciones mayoritarias y los ejemplos más aceptados, sino también el grado en que cada encuestado se contradecía a sí mismo, al aceptar un significado en abstracto y rechazar un caso concreto definido por ese significado, y viceversa.

       Además, no solo el grado de especialización, sino también la afiliación institucional o a una sociedad científica, de hecho, influyen a la hora de definir el concepto de comportamiento. Con respecto al efecto del grado de especialización, quizás esté ocurriendo que los encuestados sean víctimas de alguna versión de la 'falacia del centro de atención', es decir, que estén definiendo el comportamiento según su área de trabajo propia y de sus colaboradores. Si esto es correcto, sería previsible que, ante la pregunta abierta «¿qué es el comportamiento?», un neurobiólogo hiciera hincapié en el resultado de la actividad del sistema nervioso, un etólogo se centrara en relaciones ecológicas y un psicólogo en la función mental, por poner algunos ejemplos hipotéticos. En relación con la afiliación a instituciones y sociedades, las diferencias obtenidas son claramente un producto residual de lo que antes se llamaban 'escuelas', diferentes corrientes de pensamiento que establecían qué enfoque debía tener la investigación. Los etólogos saben bastante de esto, pues hasta hace no más de 50 años, el estudio del comportamiento enfrentaba a la escuela conductista y a la escuela naturista; los resultados del estudio de Levitis y colaboradores no necesariamente son herencia de ese conflicto, sino un indicio de que todavía existirían 'escuelas'. Yo mismo, como español, pude ver otra muestra manifiesta de la presencia hoy día de diferentes corrientes, cuando en México entendí el concepto de 'cosmovisión', un término que en Europa los más amables discuten, si es que no lo rechazan.

       Por último, los autores del estudio no se detienen en la crítica, sino que aporta una definición del comportamiento basada en el consenso, tratando aquellas características con las que sí estarían de acuerdo la mayoría de los especialistas encuestados. En conclusión, el comportamiento es «el conjunto de respuestas (acciones y ausencia de ellas) internamente coordinadas de todos los organismos (individuos o grupos) ante estímulos internos y/o externos, excluyendo aquellas respuestas que pueden ser entendidas más fácilmente como cambios en el desarrollo». Los autores evalúan favorablemente esta definición, pues cumple los criterios para ser operacional, esencial, ampliamente aplicable y sucinta. Analicemos paso a paso esta nueva definición.

       La inclusión de la coletilla 'acciones y ausencia de ellas' delimita dos cuestiones. Por un lado descarta la primera definición de Tinbergen en 1955, que especificaba que el comportamiento se basaba en el movimiento; se puede decir que aquella definición era comprensiblemente pobre, puesto que Timbergen realmente intentaba definir la etología como estudio del comportamiento dentro de la zoología, el estudio de los animales, que a su vez, hasta hace no mucho se identificaban entre otras cosas con el movimiento, cayendo así en una tautología. Además, aclarar que la ausencia de acción también es una respuesta también hace referencia a comportamientos que consisten precisamente en no moverse.

       Es importante considerar que, para que sean vistas como comportamientos, las respuestas deben estar 'internamente coordinadas', lo que también tiene una doble delimitación biológica (y una tercera, lingüística, que dejaremos para el final porque se asume que es involuntaria). El hecho de que la coordinación de la respuesta sea interna implica descartar aquellas que se deben a principios de cinemática, como flotar en el agua, presentar un movimiento inercial, etc. Por otro lado, las respuestas internamente coordinadas son comportamientos, pero no lo es la propia coordinación interna; así se excluyen de la definición cuestiones como la fisiología y la cognición.

       El hecho de incluir 'todos los organismos' da a entender claramente algo con lo que muchos investigadores no tienen conflicto: el comportamiento no es exclusivo de los animales, también es aplicable a organismos unicelulares, viridiplantas, etc.; es por esta cuestión que la 'biología del comportamiento' ha ampliado el campo de la etología clásica, que restringía su estudio a los animales. Además, y aunque parezca una perogrullada, decir 'organismos' aclara que se trata del estudio de seres vivos y no de máquinas, que también responden con coordinación interna a los estímulos. Y apostillar con 'individuos o grupos' también incluye el estudio de comportamientos sociales, que emergen de comportamientos individuales.

       La cuestión de 'estímulos internos y/o externos' no está sujeta a debate, pues todo organismo, por la actividad de sus sistemas sensoriales, percibe cambios en su medio ambiente y también en su medio interno. 

       La apostilla final 'excluyendo aquellas respuestas que pueden ser entendidas más fácilmente como cambios en el desarrollo' se refiere básicamente a que el crecimiento con el tiempo no es considerado un comportamiento, sino que es campo de estudio de la biología del desarrollo. 

       Esta definición, además de cumplir los cuatro criterios que citan sus autores, está sujeta a una ciencia formal que pocas veces se menciona a pesar de su gran aplicación: la Teoría General de Sistemas de Ludwig von Bertalanffy. Según esta, un sistema es un conjunto integrado de componentes que interactúan entre ellos, dando lugar a propiedades emergentes; estas no son explicables por la mera suma de las funciones de los componentes, pero sí por sus interacciones. Para divulgar esto se suele usar el ejemplo del agua (H2O), formada por átomos de dos gases; por mera suma el agua debería ser un gas, en cambio es un líquido, dadas las interacciones entre moléculas, en forma de puentes de hidrógeno. En la definición de 'comportamiento' se hace un guiño a esta teoría al entender que en la naturaleza existen niveles de organización, a saber, subatómico, atómico, molecular, celular, organísmico, sistémico, individual, poblacional y ecológico. Podríamos ubicar el comportamiento desde el nivel individual en adelante. Además aquí también entra en juego el Principio de Parsimonia de Ockham. Este es el momento de adentrarnos en él. Ante varias explicaciones para un fenómeno, vamos a dar por válida (ojo, no por verdadera) la más simple. En el caso de la biología del comportamiento, este principio se traduce como Canon de Lloyd-Morgan; esto es, las funciones neurológica y endocrina (recordemos, formas de coordinación interna) son explicables a nivel celular, organísmico y sistémico, por lo que se quedarán a ese nivel; el comportamiento, en cambio, requiere un nivel de complejidad mayor. 

       Finalmente, y en relación con esto, es imprescindible destacar esa tercera delimitación lingüística, involuntaria, al hablar de 'respuestas internamente coordinadas'. En español existe un problema. En 2002, Manuel Soler y colaboradores publicaron una traducción al español de términos en inglés de etología, ecología y evolución, y en ese glosario no incluyeron la palabra 'behaviour'; pero si acudimos a un diccionario bilingüe, 'behaviour' significa 'comportamiento' y también 'conducta'. Fuera de estos ámbitos quedan las cuestiones morales del 'buen comportamiento', que en realidad se refieren a la palabra española 'actitud' (en inglés, attitude). En términos generales, el comportamiento encajaría en la definición de Levitis y colaboradores, y es medible siguiendo métodos de observación de campo descritos por Bateson y Martin; la conducta implicaría además el estudio de esos niveles de organización de complejidad inferior, donde entrarían la neurociencia, la endocrinología y el metabolismo, y también la genética y la evolución, atendiendo a lo que Lorenz llamaba 'comportamientos fijados filogenéticamente', en su obra "Fundamentos de la Etología". Por todo esto, si bien la mayoría de publicaciones científicas están escritas en inglés, sería interesante hacer un estudio similar con investigadores hispanohablantes.

       Esto no es una pérdida de tiempo, sino que asegura que en cada momento todos los científicos se refieran a lo mismo cuando hablen.

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