martes, 26 de febrero de 2013

Modelos animales modélicos

       En un laboratorio oscuro, un chimpancé observa con expresión de terror cómo un señor con bata blanca se acerca, con una contrastable manifestación de antipatía en su rostro, a su angosta jaula, en la que no se puede ni mover. Tiene la cabeza llena de electrodos que miden su actividad cerebral tras haber recibido una inyección de sustancias tóxicas que modificarán su conducta, lo que servirá para estudiar la cura de una enfermedad degenerativa en humanos. A su alrededor hay otras muchas jaulas con otros animales, algunos ratones y perros, unos hiperactivos y agresivos, otros apáticos, todos desvalidos.

       Esta escena, que bien podría haber sido sacada del comienzo de una película de ciencia-ficción, es la que viene a la cabeza de mucha gente cuando oye hablar de los modelos animales de experimentación. Las posturas quedan claras: el animal es víctima de una tortura injustificablemente desmesurada y el investigador se convierte en una especie de Dr. Mengele sin escrúpulos. Mientras unos se declaran fervorosamente en contra de estas prácticas, otros recuerdan que gracias a ellas sus detractores podrán manifestarse durante 40 años más. ¿El fin justifica los medios? Puede parecer que esta es la pregunta clave cuando se aborda este tema, sin embargo, no lo es, porque en realidad esos no son los medios.


       Definimos un modelo animal con relevancia biológica y/o clínica en neurociencias del comportamiento como un organismo usado para estudiar la relación entre el cerebro y el comportamiento bajo condiciones controladas, con el objetivo de predecir estas relaciones en otras circunstancias, principalmente en humanos. La idea es la siguiente. Puesto que determinadas disciplinas no se puede experimentar con personas, y la experimentación in vitro puede quedar muy alejada de la realidad multifactorial en la que se desarrolla la vida, hay que recurrir a estos modelos animales, asumiendo que, como todos somos animales, los resultados obtenidos van a ser útiles para la aplicación de tratamientos en humanos, y más útiles cuanto más cercanos filogenéticamente estén a nosotros.

       Algunos de los primeros problemas que encuentra la ciencia a la hora de trabajar con este tipo de experimentos son cuestiones morales, por lo que los protocolos de investigación deben estar sujetos a unos principios éticos contemplados por la ley. Habría que aclarar que en realidad se trata de argumentos basados en opiniones; si bien estas opiniones están apoyadas en conocimientos científicos, la ciencia per se no dictamina si está bien o mal la experimentación con unos animales u otros. Resulta lógico pensar que los animales que ofrecerían resultados más relevantes serían chimpancés, bonobos y otros homínidos, que, dado que comparten con nosotros un ancestro común relativamente reciente, tienen un sistema nervioso parecido en complejidad al nuestro. Pero precisamente por ese nivel de complejidad, nos paramos a pensar que su interpretación del sufrimiento sería muy parecida a la nuestra, por lo que es razonable no someter a estos primates a experimentos a los que una persona no se ofrecería voluntaria, es decir, a experimentos invasivos; de hecho ese es el criterio en el que se basa el Proyecto Gran Simio.

       Lo que sí es una cuestión puramente científica es cuánto podemos saber a partir de los estudios con modelos animales, sean cuales sean. La pregunta clave entonces es: ¿qué nos dicen los modelos animales? Se trata por tanto de una cuestión de relevancia; en otras palabras, cómo de útiles son.

       En neurociencias del comportamiento, como en cualquier otra disciplina en la que se usen animales de experimentación, existen varios tipos de modelos animales, desde los individuos normales, pasando por sujetos afectados por un síndrome de forma natural, linajes seleccionados, y hasta cepas producidas voluntariamente con alteraciones genéticas o epigenéticas relacionadas con las patologías que se pretenden investigar. Cada uno de estos tipos pueden servir para distintos estudios, y las formas de conseguirlos son cada vez más precisas. Sin embargo, el primer obstáculo para obtener un buen modelo animal es nuestra propia limitación del conocimiento; es decir, si aun no sabemos muchas cosas sobre las patologías que vamos a estudiar, cómo podemos identificar algo similar en un animal no humano. De hecho, cuando se construye un modelo animal, no se pretende reproducir fielmente aquella enfermedad humana que nos atañe, y menos aun llevarla al extremo. En cambio, se hace un ejercicio racionalista de análisis del fenómeno, esto es, se identifican de forma discreta rasgos característicos de la disfunción de interés. Por ejemplo, si hablamos de la depresión como una disfunción a estudiar, un rasgo discreto de esta puede ser la anhedonia, la incapacidad para experimentar placer.

       Esto conlleva varios problemas. Podemos asumir que la anhedonia es un rasgo característico de una depresión, pero no que un individuo con anhedonia esté deprimido, puesto que en psiquiatría se entiende que las patologías son extremos de un continuo. Asimismo, y llevándolo a un modelo animal, si obtenemos una rata con varios rasgos extremos característicos de una depresión, tampoco podríamos decir que tenemos una rata deprimida, sino simplemente con esos rasgos que pretenderíamos. Es más, nos enfrentamos también a una interpretación antropomórfica de que esos rasgos en un animal no humano serían equivalentes a lo que representan en humanos.

       La ciencia no pretende saberlo todo, sino explicar lo máximo posible, paso a paso y sobre seguro; por ello existen unas directrices que nos van a ayudar a verificar.

       El primer paso en la construcción de un modelo animal es precisamente elegir aquellos rasgos característicos que van a ser modelados; obviamente debe existir una argumentación sobre esos rasgos, basada en unos conceptos y criterios claros. Deben tratarse de rasgos que podamos conocer tanto en humanos como en modelos animales; esto es un ejercicio de razonamiento deductivo, basado en la simplificación de esos rasgos. Podríamos estar equivocados, pero en principio eso no va a preocuparnos.

       El siguiente paso es la obtención de los modelos animales en los que se reproducen aquellos rasgos elegidos previamente. En estos se van a hacer pruebas de enfoque experimental.

       La evaluación de los resultados de estas pruebas implica la validación o invalidación del propio modelo. El concepto de validez de un modelo animal se refiere a la equivalencia entre lo que se está observando o midiendo y lo que se supone que está observando o midiendo. Se describen tres tipos de validez. En primer lugar, la validez de apariencia nos da información sobre cómo de fieles son los rasgos de un trastorno, conocidos y reproducidos, con el marco general de la disfunción. Esto significa que un síntoma o un signo pueden ser indicadores de una enfermedad, pero no son la enfermedad como tal; y, puesto que nos interesa aplicar conclusiones al ser humano, cómo se asemeja lo medido en el modelo a lo que padecería una persona; y este criterio es muy importante, puesto que cada especie animal tiene su propio repertorio de respuestas fisiológicas que no podemos interpretar con un mismo significado. Profundizaremos más adelante en los otros dos tipos de validez.

       Si no existen homologías en las estructuras y los procesos entre el modelo animal y el ser humano, no podemos considerar que el modelo sea válido. En caso contrario, llegaríamos al siguiente paso: evaluar si podemos tomar unas medidas seguras y estas pueden ser replicables. En el caso de que las medidas no sean replicables, estaríamos ante singularidades, con lo que el modelo quedaría invalidado. Un modelo válido debe ser replicable.

       A continuación, debe poder hacerse una generalización. Esto está reñido con el concepto de reproducibilidad; primero porque la generalización más segura se conseguiría ampliando la muestra tanto como se pueda, lo que se enfrenta a cuestiones de justificación ética, y segundo porque podemos cometer el error de generalizar unos resultados que quizás no obtendríamos bajo unas condiciones diferentes a las de la experimentación en laboratorio. Por esto último se pueden utilizar alternativas como el enriquecimiento ambiental, que ofrezca a los animales una mayor variabilidad del entorno, el uso de poblaciones heterogéneas que permita comprobar resultados en el mismo sentido, y el estudio de los mismos rasgos con diferentes métodos.

       Si hemos llegado a este punto, estaremos en disposición de efectuar predicciones, lo que está relacionado con los otros dos tipos de validez. La validez predictiva nos permite evaluar un método en tanto que podamos esperar un fenotipo conductual dado en base a unas mutaciones reproducidas. En muchos casos estas predicciones son empíricas, sin necesidad de conocer bien el mecanismo de acción, lo que dificulta la tarea de predecir resultados fuera de las condiciones de laboratorio y en una especie animal distinta, como es el humano. Por último, la validez de constructo establece ese conocimiento teórico del proceso que permitiría hacer predicciones más seguras. Esto es muy importante y establece un mapa muy complejo de relaciones entre fenómenos, pues en cualquier organismo vivo, por una cuestión de economía energética, se dan procesos fisiológicos entrelazados. No habría problema en predecir un resultado siguiente una ruta fisiológica lineal, pero la realidad es más compleja, y no podremos predecir quizás otros resultados que también ocurrirán, o incluso podemos errar en nuestra predicción, todo ello debido precisamente a que las rutas no son lineales, sino que se cruzan, entrelazan e interaccionan con otras.

       Algunos autores, como Kaplan y Saccuzzo (1996) y Van der Staay (2006), consideran una jerarquía de la validez en el orden en que ha sido descrita, en oposición a Ellenbroek y Cools (1990), que establecen un orden distinto, y a Willner (1986), que las identifica como categorías independientes. En realidad es difícil identificarlas por separado, puesto que se enfrentan a los mismos problemas desde diferentes enfoques; por ejemplo, si el problema considerar son los distintos mecanismos neurofisiológicos en distintas especies, podríamos verlo desde el punto de vista de la validez de apariencia, pues los rasgos reproducidos en otro animal no se asemejan al marco de complejidad del ser humano, también desde la validez predictiva, pues al ser fenómenos no semejantes dificultará las predicciones, y por supuesto desde la validez de constructo, en tanto que a mayor complejidad de los procesos más difícil se hace conocer sus implicaciones. Asimismo, sería difícil entender la jerarquía propuesta por Van der Staay (2006), puesto que la validez predictiva y la de constructo son interpretaciones que están interconectadas y serían más comprensibles al mismo nivel.

       Llegados a este punto podemos decir que el modelo animal a considerar es relevante y estudiar si necesita ser refinado. Todo este proceso de evaluación pone de manifiesto una vez más la naturaleza de autocorrección continua que caracteriza a la ciencia.

       Hoy por hoy, los avances de la neurociencia del comportamiento pueden permitir estudios con modelos animales usando métodos y técnicas menos agresivas. En base a esta situación presente, es aconsejable recurrir a ellas. Asimismo, debería llevarse a cabo el método de evaluación descrito por Van der Staay (2006), pues permite evitar experimentos con animales que no representan modelos relevantes para lo que supuestamente se usan. Es más, si existen casos en los que los estudios in vitro pueden arrojar resultados igualmente útiles, es preferible decantarse por estos. Por otro lado, el desarrollo de los modelos animales debería llevarse a cabo paralelamente con el estudio de la neurofisiología, la ecología y el bienestar de esas especies, pues esos conocimientos pueden dar pistas muy valiosas sobre sus registros fisiológicos y conductuales, lo que ayudaría a entender los resultados obtenidos en la experimentación.

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