jueves, 30 de agosto de 2012

Cuando te das cuenta del valor de la vida, uno se preocupa menos por discutir sobre el pasado y se concentra más en la conservación del futuro

       Hace un mes me subí en un avión en la T4S de Madrid-Barajas; el viaje fue largo y pesado, con pocos sitios a donde ir, demasiados llantos de bebés y solo amenizado por las bromas de una azafata a la que parecía divertirle que mi pequeño monitor de TV no funcionara. La estancia en Colombia fue corta, sin salir de El Dorado. La llegada al Benito Juarez de Ciudad de México implicó la sexta apertura de mi maleta y unos minutos después ya estaba subido en un "camión", acompañado de un nuevo compañero de andanzas, con cinco horas por delante rumbo Xalapa, Veracruz. Los planes de trabajo se retrasaron por los interminables trámites en extranjería y la universidad primero, y después por el paseo del huracán Ernesto por el sur de México. Cuando llegó la calma, de nuevo un viajecito de cinco horas sobre ruedas hasta la Reserva de la Biosfera de Los Tuxtlas, otro lugar emblemático para un biólogo.

    
       La esclavitud mental del último año me había impedido tener la oportunidad de avanzar con esta serie blogística, pero, como ya hice dos años atrás, inicio el capítulo con el trayecto e instauro otra tradición de este blog. El título del capítulo anterior ("We don't think, now we know") fue una adaptación de la famosa frase de Charles Darwin en uno de sus manuscritos junto a un esbozo de árbol filogenético: "I think" (aunque también usé el título de una canción de Julian Marley y Jr. Gong); en esta ocasión, también he titulado este capítulo con una frase de una personalidad de la biología, cuya identidad no revelaré hasta la próxima vez. Dicho esto, me quedé en Los Tuxtlas.

       Los biólogos sabemos que tan importantes son las adaptaciones de los seres vivos a la vida en los desiertos como a la vida en un bosque templado mediterráneo; no obstante, ya sea por el despliegue de vida en todo su esplendor o bien por la nostalgia de aquellos naturalistas exploradores de la época victoriana, la selva neotropical encierra algo único que nos hace sentir mucho más pequeños e indefensos que cualquier megalópolis.

       En mi primera semana en la selva tuve la oportunidad de conocer a grandes de la primatología, la etología y la biología de la conservación, mientras al tiempo recorría el bastión primate de la Isla de Agaltepec, la inmensidad de los fragmentos de Montepío, la esperanza de Pipiapan y la familiaridad de La Flor de Catemaco.

       No se trata esto de una visita más que documentar, sino que esta será mi segunda casa durante, por lo pronto, los próximos casi dos años; tiempo de sobra para volver a empaparme en una tormenta tropical con los monos aulladores de manto vocalizando a diez metros sobre mi cabeza, para volver a recibir picotazos de mosquitos que aprovechan los minutos que tardo en vestirme, para volver a dar un rodeo temiendo que en la línea recta se escondan las nauyacas, para tener un dedo hinchado durante una semana por quitarme una hormiga de la cara... y tiempo para otras miles de situaciones que ahora no puedo mencionar porque, esas no, no las he vivido todavía. 

       La selva está llena de peligros, sí, pero también llena de belleza y de oportunidades para cambiar de perspectiva con respecto al mundo. Los monos aulladores de manto serán testigos de mi vida, los presento aquí de la forma en que ellos me recibieron a mí.


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